Tres cazadores se adentraron en un barranco cercano al pueblo de La Yesa una mañana de agosto de 1968. Uno de ellos, Mateo, buscó unos arbustos para orinar y se topó con una figura vestida de forma extraña: un traje blanco cubría su cuerpo y llevaba una mochila plateada colgada a la espalda.
Parecía demasiado grande y más extraña aún era la protuberancia que asomaba por su espalda, a modo de larga cola, que se balanceaba como el rabo de un lagarto. La cabeza también era reptiliana, cubierta de escamas y con ojos grandes y brillantes. De su boca surgía una lengua de serpiente.
Los compañeros de Mateo fueron a buscarlo y observaron la llegada de un cilindro metálico surgido del cielo que descendía hacia la criatura. Volvían a por las escopetas cuando un fuerte estruendo resonó por la mañana. No quedaba rastro del ser, pero sí un fuerte olor a azufre y hierba quemada.
Al huir del lugar, se cruzaron con dos guardias civiles. Cuando les contaron la historia contestaron, impertérritos: “Por estas tierras eso es normal”.